viernes, 21 de marzo de 2008

HISTORIAS DE LA ABUELA - LUCRECIA Y LEONCIO

Freyja me contó esta historia.
Uso su voz.




Solía acompañarla en la cocina. La abuela cocinaba y contaba historias todo el tiempo. A veces también cantábamos boleros de hacía 20 o 30 años. No me gustaba salir con los demás primos a jugar. Prefería estar con la abuela jugando cartas o al lado de mi abuelo resolviendo los crucigramas o viendo la tele. De eso ya pasaron casi 10 años.

Alguna tarde, revisando las fotos con ellos encontramos una del tío Leoncio. Aparecía casi de perfil, en una pose clásica de actor de cine tipo Clark Gable. Su rostro era bello. La abuela decía que esa foto era de la época en que Leoncio quería ser cura. Pero ahí apareció Lucrecia para casarlo. Y lo logró.

Dicen que el tranvía aparecía frente a las puertas del seminario a las tres de la tarde todos los días. Y de él bajaba Lucrecia, una mujer de más de veinte años, muy delgada, alta y de una mirada gris que la hacía parecer mucho mayor de lo que era. Solía atravesar la calle y pararse en una esquina a esperar que las puertas del seminario se abrieran. No lo sabía, pero desde el pupitre que ocupaba Leoncio en un salón del segundo piso el la seguía con la mirada.

En los primeros días en que ella apareció Leoncio creía que sería cuestión de pocas palabras y desesperanza para que ella dejara de visitarlo. Sin embargo ya habían pasado muchos meses desde la primera visita. Y, a pesar que el seguía conversándole de sus ansias de ser ungido sacerdote, Lucrecia regresaba cada tarde en el tranvía de las tres para pedirle que lo pensara mejor.

Se acompañaban mutuamente en el camino de regreso a casa en el tranvía de las 5. Entre ambas casas solo habían tres cuadras así que los padres de ambos no se habían opuesto nunca a su acercamiento. Solo las primas, entre ellas la abuela, se habían enterado de la osadía de Lucrecia, pero ninguna dijo nada. A Leoncio le rondaban siempre las mujeres como mosquitas, me contaba. Era su porte, su bello rostro, su amabilidad. Y el solo quería ser cura! exclamaba la abuela. A pesar que le gustaba ir a los cumpleaños y bailar un poco, siempre repetía las cosas que iba aprendiendo en el seminario. Su madre estaba contenta. Las chicas decepcionadas. Menos Lucrecia. Ella lo quería para si.

Al principio solo se le había insinuado en las reuniones donde coincidían. Le mandaba mensajes con las primas que eran amigas de ella para que la invitara a bailar. El cortésmente accedía. Y si lo veía bailar con otra chica le lanzaba una mirada que podía cortar la piel. El reía y temblaba de encanto. Sin embargo, su encanto no era suficiente.

Más tarde comenzaron las cartas. Ella le contaba de los negocios de su padre, del quehacer de la casa y terminaba la carta confesando que quería siempre verlo, que soñaba con que él la llevaba del brazo por el malecón y le besaba la mano mientras un hijo de ambos paseaba en su triciclo. El no respondía las cartas. La última carta culminó con el anuncio de que iría a buscarlo a la salida del seminario.

A las tres de la tarde del 23 de junio, mientras en Lima caía una insípida garúa, ella bajó por primera vez del tranvía frente a las puertas del seminario. Leoncio, al notar su presencia, retrasó su salida. Luego, compadeciéndola del frío salió a su encuentro. Caminaron unas cuadras hasta una panadería. Mientras esperaban el tranvía de regreso ella le preguntó acerca de las cartas que le había enviado. El sacó de su maletín, envueltas en una tela verde, las cartas cerradas. Sólo la primera estaba abierta. Le confesó entonces que se había negado a abrirlas porque la primera lo había dejado insomne durante tres noches. Luego de rezar por horas y haberse confesado logró recuperar el sueño. Entonces decidió no abrir las demás.

Todo aquel junio lloviznó. O eso decía la abuela. Yo creo que se le juntaron los días de garúa. Porque, dijo la abuela, así también fue la noche en que Leoncio decidió abrir la segunda carta que tenía guardada. Y luego la tercera, y la cuarta. Diecisiete en total. Todas las leyó y releyó mientras sentía que dentro del pecho algo se iba disolviendo como una roca de arena tibia. Al día siguiente solo quería ver el tranvía de las tres parado frente al seminario. Sentía el maletín pesado, como si las cartas abiertas y leídas que guardaba se hicieran más pesadas que cuando cerradas.

Lucrecia notó algo diferente en Leoncio aquella tarde, pero no preguntó nada. El la miraba diferente. Incluso casi le había tomado la mano mientras viajaban en el tranvía de regreso a casa.
Una semana más tarde Leoncio se retiró del seminario y fue directamente a la casa de los padres de Lucrecia a pedir su mano. Hubo un pequeño escándalo en la casa . Llamadas telefónicas y conversaciones en voz baja de esas que usan los adultos para que los menores no se enteren. Y las primas que sabían todo y con más detalle que cualquiera ya pensaban en los vestidos que tendrían que usar para la boda.

Así fue como me lo contó la abuela. Yo conocí a Lucrecia. Las pocas veces que la vi me pareció una mujer resentida con la vida a la cual no le gustaban los niños. Y creo que la causa fue el poco tiempo que pudo disfrutar al hombre de su vida. Leoncio murió repentinamente una mañana de diciembre de un infarto. Sólo tenia 42 años, doce de los cuales estuvo casado con Lucrecia. Y, aunque nunca pudieron tener hijos, la amó.

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