sábado, 23 de diciembre de 2006

Probando

Como todas las noches el cielo empezó a tornarse verde mientras llegaba el amanecer. Había permanecido sentada en el diván frente a la ventana. Años sin poder encontrar el sueño, ese que siempre huía espantado de sus almohadones de terciopelo, que se escondía entre las cortinas llenas de agujeros, revolvía las sábanas y lanzaba silbidos desde entre los abrigos guardados en el closet.
Era mejor darle la espalda y mirar hacia afuera, mirar como el césped liberaba esos bichos luminosos que chocaban entre sí como en una danza violenta alentada por los cantos de las flores. Algunas veces llegaban a los cuartos donde antes vivían los jardineros, parejas pobres que no tenían donde esconder los gritos de sus cuerpos desnudos y brillantes de amores. Y ella acercaba más el diván a la ventana esperando escuchar los sollozos, ver los vahos mostaza y sus lágrimas que creía para ella. Y su frente empezaba a empaparse de sudor hasta que ya no podía más y retrocedía llorando, buscando el espejo para hacerle la eterna pregunta: ¿quién en este reino es la más bella? La respuesta venía con la voz áspera del desencanto: Tú.
La más bella en realidad. Y no sólo de ese reino, sino en muchos desde que había llegado la vida a ese planeta. Su piel lisa parecía recubierta del mismo rojo bermellón que cubrían los parques en otoño. Estaba además adornada de algunos lunares en forma de cruz que eran señales para encontrar los suspiros cálidos de sus placeres. Sus ojos intensos no habían perdido un año desde que había cumplido los doce y estaban adornados de unas inmensas pestañas plateadas que al caer sonaban como alfileres. Su cuello era de pájaro de fuego y sus cabellos podían reflejar el brillo de las estrellas más modestas en una noche nublada.
Después de escuchar la respuesta volvía al diván junto a la ventana y veía a los amantes regresar a sus vidas lejanas. Deseaba entonces tener entre sus manos una copa llena de néctar de aguaymanto y embriagarse hasta perder el sentido y apagar los recuerdos.
Nunca volvería a ser feliz como lo había sido esos años casada con un verdadero príncipe, que había atravesado mares y desiertos, luchado con bestias y enfermedades, hasta llegar a ese bosque donde ella yacía petrificada en un sueño sin imágenes, atrapada por el hechizo de los enemigos de sus padres, y que habían llevado a la locura a sus hermanos que nunca se atreverían a acercar sus labios a ella.
Había descubierto el amor en cada centímetro del cuerpo de otro y que a la vez era suyo. Había reclamado el reino para que él gobierne y no tener que regresar a donde nadie supo nunca. Dejaron que pasen los años de amor en las sábanas de todas las camas de todos los dormitorios que tenía aquel castillo, en las piletas, las caballerizas, los laberintos que adornaban los jardines, sobre los mesones de los comedores, en el asiento real y debajo de las lámparas de los pasillos.
Hasta que no pudieron más.
La tarde cuando el rey murió, las cocineras vieron entrar un ave pequeña de ojos grandes como vasijas de alfarería y un pico muy parecido a las agujas de bordado. Dio un par de vueltas por el segundo salón atravesó el patio central y se poso delante del árbol azul que estaba delante de la habitación matrimonial.
Entonces todo se torno muy gris. El cielo se cubrió con un espeso manto de nubes sucias. El mar se dejó oír hasta los pueblos más lejanos como llanto de ancianas. Pero en realidad nadie más que ella lloró.
No podía recordar exactamente cómo fue que el reino la dejó olvidada y encerrada en aquella torre. Nadie nunca escucho sus gritos, y las cosas que lanzaba por la ventana parecían nunca llegar al suelo. La puerta. Simplemente había olvidado dónde estaba.
Así, solo podía ver transcurrir la vida de los demás en aquellas calles de caparazones, mientras el sueño le silbaba sus desgracias desde los cajones entreabiertos donde solía guardar sus dibujos. De repente le asaltaba el recuerdo, como un golpe certero sobre el estómago, la ansiedad convertía sus delgadas piernas en raíces de ébano mientras giraba al darse cuenta que la puerta estuvo siempre detrás del espejo.
En aquel preciso momento volvía a abrir los ojos y clavarlos en el manantial gris que atravesaba la ventana, para darse cuenta que su esposo está al lado derecho de la misma cama matrimonial que ocupa el mismo dormitorio en el mismo departamento en Lima, desde hace veinte años de casada, a las 6 y 15 de la mañana.